top of page
Buscar

El caos fue mi escuela, la sanación mi revolución

Mi pasado dejó de ser una herida y se convirtió en una brújula. No me pasó a mí, pasó para mí.



El alcohol fue parte de mi vida desde muy temprana edad. No porque yo lo consumiera, obviamente, sino porque mi papá era alcohólico.


Tengo pocas memorias claras de mi infancia. Muchas están reprimidas, enterradas bajo la necesidad de sobrevivir en un hogar donde el caos era parte de la rutina. Y digo sobrevivir, porque más que crecer, eso fue lo que hice: sobreviví como pude. Y una parte de mi estrategia fue olvidar.


Pero algunas escenas quedaron grabadas como tatuajes en la memoria. Una de ellas, repetida como una película maldita, era mi papá en el estudio de la casa. El estéreo noventero a todo volumen con José José o Luis Miguel, cigarros encendidos, una botella de tequila sobre la mesa, los pies arriba del mueble de madera, y toda la casa conteniendo el aliento. A veces usaba audífonos —como si eso fuera un gesto amable— pero la mayoría de las veces no.


Nadie decía nada. ¿Qué le iba a decir yo a mis 8 años? ¿Cómo iba a confrontarlo si ni siquiera entendía lo que estaba sintiendo? Miedo. Confusión. Soledad. Tristeza.Y, sobre todo, una sensación profunda de estar defectuosa. De que algo en mí no estaba bien.

Y entonces entendí —aunque no conscientemente— que el alcoholismo de mi padre no solo me afectaba cuando él estaba borracho o cuando mis papás se peleaban. El alcoholismo de mi padre se metió en mí. Se volvió parte de mí. Forjó mi personalidad antes de que yo tuviera la oportunidad de decidir quién quería ser.

Pero no lo supe hasta hace poco. No sabía que no era la única, que había millones como yo: hijos de adictos, hijos de hogares disfuncionales. Personas que crecimos sintiéndonos diferentes, desarrollando los mismos mecanismos de defensa, los mismos patrones, los mismos pensamientos de no pertenecer, de no ser suficiente.


Y como aprendí que somos lo que pensamos, entendí por qué repetía una y otra vez los mismos rechazos, las mismas traiciones, las mismas relaciones rotas. Mis pensamientos me llevaban directo a confirmar mi historia. Esa historia que no era mía, pero que me contaron sin palabras desde que nací.


No fue fácil crecer así. Y claro que busqué formas de escapar. No me convertí en alcohólica, pero definitivamente usé el alcohol para adormecer el dolor. Para sentirme “normal” unas horas. Para encajar. Para fingir que era feliz.


Y no es que no lo fuera… pero tampoco puedo decir que lo era.

Durante mucho tiempo, viví en modo supervivencia, preguntándome una y otra vez por qué me había tocado a mí una infancia así. Pero llegó un punto en el que esa pregunta dejó de tener sentido. Y en lugar de seguir peleándome con mi historia, empecé a observarla con otros ojos. Dejé de resistirme al dolor, y comencé a preguntarme qué tenía para enseñarme.

Ahí fue donde todo cambió.


Mi pasado dejó de ser una herida abierta y se convirtió en un mapa. Entendí que no estaba rota, estaba despertando. Y que cada parte de mi historia —incluso las más oscuras— podían transformarse en luz, si yo decidía darle un propósito.


Pero la sensación de no pertenecer seguía ahí. La inseguridad. La necesidad de aprobación. La dificultad para tomar decisiones. La obsesión por salvar a los demás en nombre del amor… todo seguía presente. Había sanado partes, pero seguía atrapada en muchos patrones.


Hasta que un día, vi a mi hija. Y en un segundo, me vi a mí. Vi una historia que podía repetirse. Una pesadilla que podía tomar forma. Y ahí supe, con total certeza, que solo yo podía romper el ciclo.


Al mismo tiempo, mi vida profesional también se sentía estancada. Quería enseñar lo que había aprendido, todo lo que me había ayudado a transformarme… pero nadie parecía escuchar. Y eso me dolía profundamente.


Ese momento frente a mi hija lo cambió todo.


Me di cuenta de que había una niña dentro de mí que todavía lloraba. Que todavía anhelaba ser vista, cuidada, amada. Y también entendí que no estaba sola. Que había millones como yo. Y ahí encontré mi voz. Mi mensaje. Mi tribu.


Así nació Hijos del Caos.


Sé que esta historia suena triste. Y durante muchos años lo fue. Pero hoy no lo es. Hoy es una historia de transformación. Hoy tengo una familia increíble, incluyendo a mi papá, que está en recuperación.

Y tengo una misión.

Crear una comunidad para personas como yo. Para esos niños que crecieron en silencio, con miedo, con culpa. Que se convirtieron en adultos confundidos, ansiosos, con heridas abiertas que no sabían cómo nombrar. Para todos esos hijos del caos que creen que están rotos. Que creen que no se puede sanar, perdonar, transformar.

Este podcast es para ti. Esta comunidad es para ti. Esta voz es por ti. Y por mí.


Y hoy quiero invitarte a formar parte de esto.


Y quiero pedirte un favor. Porque a quienes crecimos así nos cuesta mucho pedir ayuda. Pero sé que tú conoces a alguien como yo. Alguien que necesita escuchar esto. Compártelo. 

Ese gesto puede cambiar una vida.


Gracias por estar aquí.

Con amor,

Linda



 
 
 

Comments


No te pierdas ningún artículo, suscríbete...

¡Gracias por suscribirte! Estoy segura que te vas a divertir...

bottom of page