Me acostumbré a los gritos, a la incertidumbre, al miedo de no saber quién iba a llegar a casa. Aprendí a esconder mi dolor, hasta que entendí que había otra forma de vivir.

Crecí en un hogar con adicciones. No lo entendía en ese entonces, solo sabía que algo no estaba bien. La sensación de incertidumbre, de miedo disfrazado de normalidad, de un silencio que pesaba demasiado. ¿Hoy va a llegar bien? ¿Hoy va a llegar? ¿Hoy va a haber gritos? ¿Hoy se va a cumplir la promesa o viene otra decepción más?
Mi infancia estuvo marcada por preguntas sin respuestas y por una culpa que no me pertenecía, pero que cargué como si fuera mía. Porque eso hacemos los niños: si algo no está bien en casa, asumimos que es nuestra culpa. Pensamos que si fuéramos más buenos, más obedientes, más dignos de amor, todo sería diferente. Pensamos que si nos esforzamos suficiente, si no molestamos, si sacamos buenas calificaciones, si somos los mejores, entonces tal vez... tal vez mi papá dejaría de beber. Tal vez mi mamá sonreiría más. Tal vez mi familia sería normal.
Pero no. El alcoholismo no es un problema que se resuelve con el amor de un niño. Y aunque lo sabemos en nuestra mente adulta, la herida sigue ahí, porque crecimos pensando que el problema era nuestro.
La adicción no solo destruye al adicto
Durante mucho tiempo, el enfoque en la recuperación estaba en el adicto. "Si el adicto sana, la familia también sana", se creía. Pero eso no es verdad. El daño ya está hecho. Y los hijos, la pareja, los padres... todos han quedado marcados. Porque vivir en una casa con adicciones es crecer en un campo minado. Nunca sabes cuándo explotará algo. Nunca sabes si hoy será un buen día o uno de esos días. La infancia se convierte en una vigilia constante, en una necesidad de adaptarse, de predecir, de sobrevivir. Y eso me cambió.
Yo aprendí a ser independiente porque no había de otra. Aprendí a callar porque nadie quería escuchar. Aprendí a esconder mi tristeza porque, a ojos de todos, mi vida era normal. Nadie notaba nada. Nadie preguntaba.
El alcoholismo no solo afecta al que bebe. Afecta a todos a su alrededor. En mi casa, eso significaba peleas interminables, promesas rotas, ausencias que dolían más que los gritos. Significaba olvidar cumpleaños, faltar a eventos importantes, desaparecer sin explicación. Y cuando estaba presente, su mente no lo estaba. Había un vacío que se sentía más grande que su propia ausencia.
La soledad silenciosa
No tenía con quién hablar de esto. Mi mundo exterior parecía normal. Nadie notaba nada. Era una alumna excelente, no tenía problemas visibles, pero dentro de mí, una tristeza silenciosa crecía sin que nadie la viera. Aprendí a callar porque sentía que hablar era traicionar a mis padres. Me llenaba de culpa la idea de que, al contar mi dolor, estaba hablando mal de ellos. Y así es como los hijos del caos nos volvemos expertos en reprimir, en fingir, en sobrevivir sin hacer ruido.
Crecí con preguntas que nunca nadie respondía. ¿Por qué mi papá no está? ¿Por qué nunca viene a mis eventos escolares? ¿Por qué mi mamá llora? ¿Por qué no me abrazan? ¿Por qué no nos reímos juntos? ¿Por qué no es como en casa de mis amigas?
Y la respuesta que encontré fue la peor de todas: "Debe ser mi culpa". Porque cuando eres niño y el mundo no tiene sentido, te conviertes en el problema. Es más fácil pensar que el defecto está en ti que aceptar que tus padres están rotos. Así que intenté ser perfecta. Pero nunca era suficiente.
Crecer así deja heridas. Nos convertimos en adultos con una baja autoestima disfrazada de autosuficiencia. Nos volvemos hipervigilantes, hiperresponsables, adictos a relaciones donde nos sentimos necesarios porque no sabemos cómo ser amados sin hacer algo a cambio. Nos sentimos raros, diferentes, defectuosos. Nos asusta el abandono y hacemos cualquier cosa para evitarlo. Confundimos amor con rescate. Y lo peor es que, por décadas, pensamos que es solo cosa nuestra, que estamos rotos. Hasta que descubrimos que no somos los únicos, que hay un patrón, que hay millones como nosotros.
Somos Hijos del Caos.
La lista que me mostró que no era sólo yo
Cuando encontré la "Lista de Lavandería" de los Hijos Adultos de Alcohólicos, algo dentro de mí se rompió y se reconstruyó al mismo tiempo. Ahí estaban mis "defectos", explicados con la claridad de quien ha caminado el mismo infierno. No era solo yo. No era mi culpa. No estaba rota. Estaba programada.
Nos aislamos porque aprendimos que es más seguro. Buscamos aprobación constante porque nunca nos sentimos suficientes. Nos aterra la crítica porque ya de por sí nos juzgamos demasiado. Nos relacionamos con personas con adicciones o con patrones disfuncionales porque es lo que conocemos. Vivimos con un sentido de responsabilidad excesivo, cargando el mundo en los hombros porque de niños nos hicieron sentir que era nuestra carga. Nos cuesta poner límites. Nos da culpa defendernos. Nos volvimos adictos a las emociones intensas, porque la paz nos parece extraña. Confundimos amor con lástima. Reprimimos nuestros sentimientos hasta olvidar cómo se sienten.
Y lo más fuerte: aprendimos a actuar. A fingir. A sonreír cuando todo se caía por dentro. A parecer normales cuando no sabíamos qué era la normalidad.
Sanar es una elección
Lo más difícil fue entender que yo no podía salvar a mi papá. Ni a mi mamá. Ni a nadie. Que la responsabilidad de sanar era mía y solo mía. Y que para hacerlo, tenía que perdonar.
No necesitaba que mi papá se disculpara para poder perdonarlo. No necesitaba que mi mamá reconociera su codependencia para comprenderla. No necesitaba que nadie me validara el dolor para saber que era real. Solo necesitaba entender que ellos también eran Hijos del Caos. Que también crecieron con sus propias heridas, sin herramientas, sin saber cómo hacerlo mejor. Que hicieron lo mejor que pudieron con lo que tenían. Y que mi historia, por más dolorosa que fuera, no era una sentencia, sino una oportunidad.
Hoy tengo una relación sana con mis padres. Hoy tengo una familia donde el amor y la comprensión son prioridad. Hoy mi esposo, quien también estuvo atrapado en el alcoholismo, está en recuperación y juntos rompemos patrones. Hoy, mi hija crece en un hogar donde no hay miedos ni secretos, donde hay presencia, palabras y abrazos.
Hoy sé que no estuve sola. Que nunca estuve sola. Que hay millones de nosotros que hemos vivido lo mismo, que llevamos las mismas cicatrices y que estamos aprendiendo a sanar juntos.
Y por eso escribo esto. Para que tú, que estás leyendo, sepas que no estás solo. Que no estás rota. Que no estás condenado a repetir la historia. Puedes resignificar tu dolor. Puedes sanar. Puedes soltar. Puedes perdonar. Y puedes vivir una vida que no esté marcada por el caos, sino por la elección consciente de ser feliz.
Porque sí, Hijos del Caos, pero también Hijos de la Sanación.

Si tu o alguien que tu conoces vive o ha vivido algo similar, sepan que no están sol@s, únanse a la comunidad de Hijos del Caos.
Comments