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Un Encuentro Íntimo con Mi Cuerpo: Sanando la Distancia y Recuperando la Conexión Perdida



Últimamente, se ha vuelto muy común ver artículos en redes sociales donde se habla de Taylor Swift y su cuerpo: que si alguien dijo que parecía embarazada, que si alguien comentó que se mata de hambre, o el más reciente, donde alguien cuestionó la cordura de Travis Kelce por salir con alguien de "pompas planas." Lo primero que pienso es: "qué pérdida de tiempo," "qué basura hay en redes sociales." Después, siento enojo y me pregunto: ¿Por qué estas personas creen tener la autoridad para opinar sobre el cuerpo de Taylor Swift? ¿Y sobre el cuerpo de todas las mujeres del mundo? Me imagino a esas personas como personajes de la serie "My 600-Pound Life," que están tan atrapadas en su propio odio que no pueden evitar escupirlo sobre otros (no es personal contra quienes padecen obesidad; sé que es una enfermedad mental tan grave como cualquier otra adicción). Lo que quiero decir es que quienes juzgan a los demás simplemente están reflejando su propio juicio. Y es mucho más fácil hacerlo desde la invisibilidad de una pantalla, atacando a alguien cuya vida está bajo el foco de un enorme porcentaje de la población mundial.


Así que el enojo rápidamente se me pasa, porque he aprendido —y logrado con gran satisfacción— no darle importancia a la opinión de los demás sobre lo que hago, lo que digo, lo que pienso y, claro, sobre cómo me veo.


Donde aún tengo área de oportunidad, aunque he mejorado considerablemente, es en no juzgarme a mí misma: no juzgar lo que hago, lo que digo, lo que pienso, lo que siento, y mucho menos, cómo me veo. Porque mi apariencia es, en realidad, una pequeña parte de quien soy, de mi esencia.


Recientemente, estaba leyendo un libro sobre embodiment, y decía algo que me impactó: "Queremos que nuestro cuerpo se vea de cierta manera, que pese X cantidad de kilos, que mida X centímetros, que sea de tal talla y que se vea 20 años más joven, pero todo el tiempo lo estamos juzgando, atacando y maldiciendo." Después de leer eso, me quedé pensando… y me cayó el veinte de cuán mal estamos como sociedad: valoramos más lo superficial, elogiamos lo externo como si fuera lo único que existe, medimos el valor de las personas por cómo se ven. Juzgamos sin freno ni consciencia a todos y todas, conocidos y desconocidos, cercanos y lejanos. Pero, sobre todo, nos juzgamos a nosotros mismos, sin piedad ni compasión, por no encajar en un estándar absurdo y, en muchas ocasiones, poco saludable, establecido por una sociedad que ni siquiera se ve de esa manera.

Lo que provocamos con esos juicios, sin entrar en los efectos emocionales devastadores que conllevan, es una desconexión cada vez mayor de nuestro cuerpo. Ese cuerpo que es nuestro hogar, nuestro refugio. El vehículo que nos permite vivir y transitar la Tierra. El anfitrion que nos permite experimentar este mundo. El medio por el cual somos testigos de la belleza al poder ser testigos de: un amanecer, saborear un delicioso pastel, escuchar una canción que nos hace bailar, percibir, el regreso al pasado mediante olores familiares, la sensación de rejuvenecimiento al sumergirnos en el agua helada de un cenote o sentir la sanación del agua salada del mar. Sentir una caricia, abrazar a un hijo con amor incondicional, o experimentar el placer máximo de un orgasmo que puede crear vida.
Nuestro cuerpo, un templo, un aliado, merecedor de respeto, admiración, elogio, cuidado y gratitud. Y sin embargo, hemos aprendido desde pequeños a desconectarnos de él.

Seguramente, más de uno de ustedes, mis queridos lectores, fue obligado a comer “a la hora de la comida,” aunque no tuvieran hambre, o a “acabarse el plato,” aunque ya estuvieran llenos. O les hicieron comer “porque hay niños en África se mueren de hambre”. También, seguramente, les obligaron a ponerse un suéter “porque hace frío,” o a dormir “porque ya están cansados.” Y así, desde pequeños, aprendimos a desconectarnos de nuestro cuerpo, a anular los mensajes y deseos que nos daba, porque nuestros padres o abuelos sabían mejor que nosotros lo que necesitábamos.


Poco a poco, empezamos a ignorar la sabiduría innata de nuestro cuerpo y cortamos el lazo con él.


Y al mismo tiempo, exigimos que nuestro cuerpo haga lo que queremos: lo forzamos a adaptarse a un molde. Le damos de tomar, de fumar, de comer cualquier cosa. Lo agotamos con ejercicio excesivo o lo atrofiamos sentados en un sillón. Lo empacamos al vacío con las prendas de moda, lo hacemos caminar en tacones incómodos que deforman los pies. Pero, ¿alguna vez le has preguntado a tu cuerpo si quiere todo eso? ¿Si le gusta el humo del cigarro, el alcohol en exceso, el frío por no tapar la figura?


Yo no lo hice, nunca. Hasta ahora.

Ahora, he empezado a tomar en cuenta a mi cuerpo para todo lo que le concierne —loquísimo, ¿verdad?— y, de pronto, me ha resultado mucho más fácil comer sano, hacer ejercicio, vestirme sin cambiarme tres veces, y dejar de tomar alcohol. Todo fluye.

Cuando vivía tratando de encajar en una imagen establecida de cómo debería verme, tenía ansiedad por el azúcar, no podía ir a una reunión social sin beber, me sometía a clases de ejercicio extenuantes, y vestirme era un juicio interminable.


Incluso, empecé a repetir esos patrones con mi hija, al ponerle un suéter cuando ella me decía que no tenía frío, o al insistirle con la comida.


Los resultados de este cambio han sido increíbles. Veo que mi cuerpo está menos inflamado, tengo más energía, mi metabolismo es más rápido y, sobre todo, mis sensaciones son más reales y auténticas. Es como si hubiera reconectado con una vieja amiga que no veía desde hace 35 años, y al verla, parece que no ha pasado el tiempo.

Ahora, cada mañana, hablo con mi cuerpo. Antes de hacer cualquier cosa, le expreso mi inmensa gratitud. Lo respeto, lo escucho, lo celebro, lo honro. Y a cambio, él hace lo que le pido, desde la unión y el respeto mutuo.

Les recomiendo mucho esto. Reconecten con su cuerpo, denle el lugar que se merece, hónrenlo, admírenlo, agradézcanle, celébrenlo, apapáchenlo, ámenlo. Y, como siempre, si quieren, cuéntenme cómo les va.


Con amor,

Linda


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